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Fabrizio Mejía Madrid

25/12/2024 - 12:05 am

Sin maíz no hay país

El maíz es anterior al país y, por eso, como cultura no sólo es agrícola o gastronómica, sino que es la existencia misma de los habitantes de México. Es el fundamento del sustento, hasta la fecha. Nos comemos 27 millones de toneladas al año, 80 kilos por persona en el campo y 57 kilos por persona en las ciudades.

Arrocillo, Cacahuacintle, Chalqueño, Cónico, Cónico Norteño, Dulce, Elotes Cónicos, Mixteco, Mushito, Mushito de Michoacán, Negrito, Palomero de Jalisco, Palomero Toluqueño y Uruapeño, Dzit-Bacal, Comiteco, Coscomatepec, Motozinteco, Olotillo, Olotón, Tehua, Negro de Chimaltenango, Quicheño, Serrano, Mixeño y Serrano Mixe, Apachito, Azul, Complejo Serrano de Jalisco, Cristalino de Chihuahua, Gordo y Mountain Yellow, Blando de ocho hileras, Onaveño, Harinoso de Ocho, Tabloncillo, Tabloncillo Perla, Bofo, Elotes Occidentales, Tablilla de Ocho, Jala, Zamorano Amarillo, Ancho y Bolita, Conejo, Nal-Tel, Ratón y Zapalote Chico, Celaya, Tepecintle, Tuxpeño, Tuxpeño Norteño, Vandeño, Zapalote Grande, Nal-Tel de Altura, Pepitilla, Chiquito, Choapaneco y Cubano Amarillo, Chapalote, Dulcillo del Noroeste, Elotero de Sinaloa y Reventador. Esos son los 64 nombres de nuestros tipos de maíz. De ellos, 59 son nativos y han dado lugar a una gastronomía de las más variadas en el planeta. Por ejemplo, sin el maíz bolita, no hay tlayudas, así como sin el cacahuazintle no habría pozole, sin el maíz dulce, tampoco hay uchepos. 

Mil 500 años antes de nuestra era, los olmecas representaron a la diosa del maíz con la forma de una “U”, por la manera en cómo las hojas enmarcan a una mazorca. Esa “U” la vemos por todas las culturas originarias de México y Centroamérica en la frente de los jaguares humanizados, porque son deidades de la lluvia. Así, si usted ve una “U” en cualquier relieve, pintura, códice y escultura prehispánicas está ante la imagen de una diosa que es nuestro maíz. El maíz es anterior al país y, por eso, como cultura no sólo es agrícola o gastronómica, sino que es la existencia misma de los habitantes de México. Es el fundamento del sustento, hasta la fecha. Nos comemos 27 millones de toneladas al año, 80 kilos por persona en el campo y 57 kilos por persona en las ciudades. Nuestros maíces aportan el 38 por ciento de proteínas, el 45 por ciento de calorías y el 50 por ciento del calcio que consumimos los mexicanos. No hay otro país en el mundo en el que el consumo sea tan alto, por lo que los estudios comparativos en ese tema nunca son concluyentes. Eso acaba de sucederle a México en el panel de los acuerdos de comercio con EU y Canadá: no hay forma de medir el impacto del maíz modificado genéticamente por las patentes corporativas en un país como el nuestro en que se cultivan 64 razas de maíz en los 32 estados que lo componen, no importando climas, lluvias, altura, o catástrofes naturales. No hay comprobación de que el maíz transgénico haga daño a la salud, pero tampoco de que sea inocuo, es decir, que no haga daño. Pero el problema real es que, si aceptáramos sembrarlo, tendería a uniformar los maíces blancos que comemos, a contaminarlos con trazas de genes manufacturados por la agroindustria de Estados Unidos. 

El motivo de esta columna es doble. Por un lado, tratar de explicar qué diablos es el maíz transgénico y, por el otro, argumentar cómo nuestros maíces no son una simple mercancía, con un precio, y una forma de cocinarse, sino que sustentan una veneración que todavía tiene en su fundamento una traza de espiritualidad. Empecemos por el principio. 

Los organismos genéticamente manipulados son los que cambian un gen de su ADN por el de otro organismo. Por ejemplo, a un maíz le ponen un gen de una bacteria o de un hongo. ¿Para qué lo hacen? Para hacer al maíz inmune a una plaga o a una enfermedad o, incluso, a una sequía. En este último caso, el de la sequía o las heladas, el CINVESTAV del Poli desarrolló maíces resistentes para proteger a las cosechas de los campesinos. Esta intervención en los genes se hace de distintas maneras: hay una en que literalmente se les bombardea de partículas a alta velocidad, otra en que se utiliza a un virus o una bacteria para que sirvan de transporte para meterlo a las células. Luego, con un filtro químico se separa a las células que recibieron el gen de las que no lo aceptaron, y se pasa a cultivar sólo las modificadas. Así se crea una nueva variedad resistente a lo que sea el problema que se quería resolver. Hasta ahí, todo parece una tecnología benigna. El problema y es esto para el maíz, viene cuando las abejas, moscas, colibríes, es decir, los polinizadores, o el simple viento se llevan genes modificados y los van insertando en otras variedades, a través del polen. Como ustedes saben, el polen es la célula sexual masculina de las plantas con flores. Lleva por lo tanto los genes del ADN de la planta. Por eso, con la aparición del maíz transgénico se habla de “deriva del polen” ---no de la autoritaria--- por la contaminación de una raza manufacturada en un laboratorio hacia los maíces nativos, como los nuestros. Es decir, que la raza manufacturada, más resistente, se fija como la dominante en contra de las demás, tendiendo a que se haga un monocultivo.  

Ahora hablemos del maíz como mercancía y de sus rasgos genéticos como supuestos “derechos de autor”. Resulta que corporativos como Monsanto patentan las secuencias del ADN que manipulan. De hecho, han logrado que la segunda generación de sus semillas sean estériles, obligando a los agricultores a comprarles nuevas semillas cada año. Esto es, por supuesto, un abuso del supuesto “derecho de autor”. Pienso, para mis adentros: imagínense que, habiendo leído el libro, ya no lo pudiera uno releer y tuviera uno que comprarlo otra vez. O una película, como si tuviera una caducidad, una obsolescencia programada como los focos. Pues ese es el caso con las semillas de Monsanto que llevó a un grado de abuso la llamada “privatización de la naturaleza”. Usar los “derechos de autor” para monopolizar los alimentos humanos es acaso el más infame de los atropellos contra la historia del planeta. Porque, Monsanto puede haber modificado una planta de maíz para que sea insensible a una plaga de hongos, pero no creó el maíz. El maíz se creó en el mundo, es una cosa que sucedió, simplemente. Y hace unos ocho mil años, unos humanos que vivían en lo que hoy es México, la cultivaron y la hicieron lo que es hoy. Se trata, en breve, de todo el patrimonio alimenticio del planeta en manos de un monopolio de secuencias genéticas privatizadas. Es de locos, pero es, si nos descuidamos, el futuro que heredaremos a las siguientes generaciones: monocultivos de una sola variedad, a precios de monopolio para los campesinos y agricultores. Actualmente, sólo cuatro corporativos biotecnológicos controlan el 60 por ciento de las semillas que se siembran en el planeta: la propia Monsanto-Bayer, Syngenta, Corteva (que es DuPont aliada con Dow), y ChemChina. El 80 por ciento de las semillas de maíz en los Estados Unidos son de Bayer-Monsanto. Es decir, es un monopolio. Pero los gobiernos de Estados Unidos no solamente no han hecho nada contra él, sino que pretenden que sus semillas se siembren en México, argumentando que es una mercancía que protege el comercio de América del Norte. Y eso, sembrar maíz transgénico, como ha dicho la Presidenta Claudia Sheinbaum, estará prohibido en la Constitución. Si no lo hiciéramos, estaríamos mutilando la herencia agricultural, el patrimonio alimenticio, la cultura del maíz para las nuevas generaciones. Aceptarlo sería suicida. 

Y aquí viene el segundo motivo de esta columna. Es nuestra relación con el maíz. Para los antiguos mexicanos, era una diosa. Se le comparaba con la abundancia, con las lluvias, y con el jaguar, en la tradición más añeja, que es la Olmeca. Pero todas las civilizaciones que le siguieron tienen al maíz, no sólo como una divinidad, sino como mito de la fundación, el relato antes del tiempo, de donde venimos. Como dice Alfredo López Austin en Los brotes de la milpa: “Los mitos se forman en los descansos con el sudor refrescante de la sombra; se forman en los encuentros con el gesto, con la charla, con la lección, con el cruce indiferente; se forman con todos los enunciados del amor, y con los del dolor, la duda, el sueño y el ensueño; con saberes y misterios; con las pautas y con sus violaciones. Se forman, en suma, en las repeticiones y repeticiones de lo cotidiano; esas repeticiones que se integran con partículas novedosas, sorpresivas. Los verdaderos creadores de los mitos nunca saben que siempre están ha- ciéndolos”. 

Es en los mitos en que nos reconocemos como mexicanos. ¿Cómo explicarnos que comamos tanto maíz, en tantísimas formas? Porque estamos hechos de él, según el mito originario. No es que realmente lo creamos que estamos hechos de él, sino que nos da una talla cósmica al ser lo que comemos de la tierra. No es una explicación como tal, sino una sustancia, la sustancia de la cultura. Así, los mayas en el Popol Vuh relatan que los dioses en ese tiempo antes de la historia, crearon a los animales. Cuando les pidieron que dijeran sus nombres, todo lo que obtuvieron fueron graznidos, ladridos, chillidos, y rugidos. Así que los exiliaron a los montes para servir de alimento. Entonces se propusieron crear algo que pudiera decir su nombre. Primero, intentaron con barro, pero se quebraba y no tenía alma. Luego, hicieron hombre y mujer de distintas maderas, pero anduvieron por ahí sin destino, obnubilados por la falta de entendimiento. Así que, finalmente, enviaron al ocelote, al coyote, a la guacamaya, y al cuervo a traer las mazorcas amarillas y blancas de Paxil y Cayalá. Molieron el maíz, hicieron con la masa nueve bebidas, y con ellas crearon la carne y la sangre del primer varón y la primera mujer, su fuerza y su vigor. Las maravillosas criaturas fueron la primera madre y el primer padre, y tuvieron unos hijos y unos nietos que alabaron y alimentaron con sus ofrendas a los dioses. 

Así, también hay entre los nahuas, tepehuanes, purépechas, tzotziles y huastecos una misma historia mítica. El personaje central es el maíz. Su mamá queda preñada de un músico, un flautista, que la abandona y se va al País de los Relámpagos. El niño nace, pero su madre, furibunda por el abandono del músico, lo tira a un río. Cuando el niño nace, busca a la madre y, al enterarse de su desdicha, decide ir tras el padre al País de los Relámpagos. Al principio es atrapado por los rayos y torturado, pero logra escapar. Enfrenta, entonces, al Rayo Mayor y, tras una batalla, lo derrota. Con la victoria se le ofrecen dos regalos: uno, que su papá volverá a vivir cada año y que, también cada año, habrá lluvias. El hijo, entonces, toma la flauta del padre y la repara para que vuelva a tocar. Es este un mito fundador que explica cómo la vida debe regresar de la bodega debajo de la tierra, la de los muertos, cada año, como la lluvia y los músicos itinerantes. Todavía nuestro calendario de fiestas marca el inicio de las lluvias con la Santa Cruz en mayo y el Día de Muertos en noviembre, cuando termina de llover.  

Así, también, los mayas, mopanes, choles, tzeltales, tojolabales, mochós, kekchíes, quichés, pokomames, cakchiqueles, mames, jacaltecos, achíes, tzutujiles, chortíes, pipiles, huastecos, totonacos, nahuas, mazatecos, cuicatecos, chinantecos, chatinos y chontales cuentan la historia de cómo el mismo Quetzalcóatl, el dios-gobernante, es el que descubre a una hormiga cargando una semilla de maíz y manda al mandamás de la lluvia, Nanahuatzin, a sacar al maíz de una cueva a la que tiene que entrar con el poder del relámpago. Lo acompañan sus cuatro hermanos, los tlaloque, cada uno de un color distinto. Una vez descubierto el tesoro del maíz, los tlaloque se lo roban y se los llevan a los cuatro puntos cardinales del mundo. Por eso, los colores del maíz son distintos en cada región de este país. Este es un mito que da cuenta de la variedad, eso que hoy llamamos “biodiversidad” y que Monsanto simplemente lo destruiría por vender sus semillas cada año.

La cultura es volver a contarse. Cuando tenemos un mito como el del maíz que nos habla del tiempo cíclico de la vida y la muerte, de la presencia y la ausencia, del brote de la milpa y su descenso a la bodega de lo muerto, ahí tenemos un relato que nos da coherencia. Pero también nos enorgullece de haber, no sólo domesticado a esta planta, sino de haberla hecho fundamento de una cosmovisión que tuvo en la observación astronómica la viabilidad de los cultivos en la tierra, esta tierra, estas tierras. Sin grandes astrónomos, no se hubiera dado la intensidad del cultivo de nuestros maíces. Sin conocimientos de las lluvias y su relación con la órbita de Venus. Sin la pausada selección de granos para la siguiente cosecha. Cada vez que comemos tortillas deberíamos de celebrar, asombrados, de lo que hemos sido capaces. No “autores” como los señores de Monsanto, sino victoriosos sobre el Rayo y la Muerte, como el hijo del músico. Es una historia de resistencia, de ciclos, de muerte y resurrección. Esta es la historia que encierra nuestro maíz que, en efecto, fue anterior al mismo país. Pero ahora le toca al país defender a su planta. Estoy seguro que triunfaremos.

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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